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Lydia Lamaison: la abuelita de los ojos azules

Primera actriz. figura de la escena, el cine y la televisión, murió a los 97 años, luego de varios problemas de salud.










Quiso ser monja, fue concertista y amiga de Borges y García Lorca. Hizo más de 300 obras. 
No era resistencia a la muerte, era amor a la vida. Había que ver, dos años atrás, a esos ojos azules llameantes aletear por la Casa del Teatro, donde era vicepresidenta. “Poné que quiero entrar en el Guinness. ¿Ves que estoy fuerte? Quiero pasar los 100”, proyectaba Lydia Lamaison. Sobrevino la pregunta: ¿Por qué le gusta tanto vivir? Ojos pícaros y respuesta: “¡Por todo! La vida tiene tanto para ofrecerte: estudiar, trabajar, moverse, viajar, leer, opinar. Fijate que yo selecciono los recuerdos. Puedo recordar, pero vivo hoy. Y si el futuro viene, que venga”. Ayer, a los 97 años, esos ojos bonitos se cerraron, pero aquella entrevista cobró otro sentido: “No hay que complicarse la existencia. Arriba hay un titiritero que maneja los hilos y decide Esto lo vas a hacer, y esto ya no ”.
Quiso el “titiritero” que ella hiciera mucho. Que tuviera una vida pletórica, y no sólo en materia de años. Siete décadas de carrera artística, “quizás unas 300 obras hechas”, calculaba, un pasado como concertista, amistades con Jorge Luis Borges, Federico García Lorca, Benito Quinquela Martín, Pablo Neruda y Jean Paul Sartre, premios y, como resultado de todo aquello, la sabiduría. “A veces hay que sentarse y no hacer nada. Esa es una forma de estar con uno, de autoanálisis. Yo estoy sola en la vida, no tengo hijos y no soy nostálgica. Ya lo dijo Rilke: a los recuerdos no hay que amontonarlos, hay que seleccionar los mejores”.
No se aferraba a ningún plan porque -argumentaba- la vida es improvisación. De hecho, en su prehistoria artística había planes de ser monja y, sin embargo, terminó como maestra, aunque no ejerció. También estudió en la Facultad de Filosofía y Letras y se dedicó un tiempo a la música -a la guitarra-, con presentaciones en el Café Tortoni -tuvo el placer de que la presentara en su debut Alfonsina Storni-. El destino era otro: el teatro.
En 1939 dio una prueba en la compañía Juan B. Justo, un elenco independiente, y nació el fuego de la vocación. Pidió a un director que le tomara audición y, en segundos, leyó un fragmento de una obra que llevaba en la cartera. “Esos grupos eran especiales. No pensábamos en la fama, y hacíamos de todo, desde barrer hasta armar decorados”, evocaba. Su debutó en las tablas fue con Cándida , de Bernard Shaw, en “una casona con patio, todo muy precario -advertía-, pero para mí eso era el Colón”.
Al año, llegó el turno del teatro profesional. Un peluquero le presentó a Blanca Podestá y Lamaison supo lo que era “la desilusión”: “ Qué lástima, tengo toda la compañía formada, pero déjeme su teléfono por cualquier cosa , me dijo. Y la llamé a la semana antes de que yo tuviera tiempo de digerir esa desilusión”, se reía al repasarlo. La decepción se transformó en recompensa: enseguida ella consiguió el papel de Marie Curie en el Teatro Smart (luego Blanca Podestá). “Es cierto, la mayoría de las mujeres de mi generación soñaba con casarse y tener hijos, pero yo no, y no por eso puedo decir que soy transgresora. La mía es una carrera limpia, sin exhibicionismo”. Y enseguida dejaba al descubierto ese enamoramiento con la profesión: “¿Sabés lo que es estar siempre buscando un personaje, tener tantas vidas dentro de uno?”.
Mendocina nacida un 5 de agosto de 1914, llegó a participar de casi 30 películas. La primera:Alas de mi patria , en 1939, con Enrique Muiño. Le siguieron otros títulos en plena era dorada del cine argentino, La hora de las sorpresas , La caída , Fin de fiesta y Un guapo del 900 , entre otras. En teatro perdió la cuenta de la cantidad de piezas actuadas, como Las de Barranco , Perdidos en Yonkers , Los físicos , Doña Disparate y Ollantay . En los ‘40 fue Primera actriz del Cervantes, y luego también del San Martín. Cuando le hablaba a los jóvenes aspirantes a actores, repetía el lema La escalera hay que subirla siempre por el primer escalón . “Muchos están trabajando y ya piensan en terminar lo antes posible e irse. El que ama esto, no mira el reloj”.
En TV, se la vio en productos como Alta comedia, Teatro como en el teatro y Nosotros y los miedos , pero el último tiempo devino en “la abuela de las telenovelas” (abuela de Andrea del Boca y Natalia Oreiro, por ejemplo). En las convocatorias, se repetía un patrón, el personaje de “señora bien”. Ella intentaba explicarlo. “Supongo que debo dar el tipo. Pero ojalá tuviera en la vida real la plata que tengo en las ficciones”. Y defendía al género de la telenovela. “Cualquier cosa, desde un striptease hasta Shakespeare valen si están bien hechos”.
Amiga íntima de Hilda Bernard, Lamaison fue homenajeada como se merecía. En 1997 fue declarada Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, mientras que en 2001 obtuvo el Premio Konex de Platino como actriz de TV. También se alzó con el ACE, el María Guerrero, el Florencio Sánchez, el Martín Fierro y hasta el John Lennon de la Paz.
No tuvo hijos. Se había casado a los 33 años -con el actor Oscar Soldati- y quedó viuda 30 años atrás. “De mi marido me había enamorado porque era silencioso. Me miraba de lejos nada más”, se emocionaba. “No podría definir lo que es el amor porque no es un pensamiento, es un sentimiento. Yo fui afortunada. Hay gente que está en pareja y encuentra en otro lado al amor de su vida. Y contra eso no se puede ir. Nunca se puede ir contra el amor”.
Desde hacía unos meses, sufría un deterioro de salud, y ayer el secretario de Cultura del Gobierno de la Ciudad, Hernán Lombardi, se encargó de anunciar la muerte. Sus familiares pidieron que lo que iba a destinarse en ofrendas florales, se donara a la Casa del Teatro. Hoy, a las 11, será despedida en el Panteón de Actores, en la Chacarita.
A los 91 años se había caído y, en consecuencia, fracturado el húmero a la altura del hombro derecho, pero se empecinó en hacer la función de Parecen ángeles . “Soy responsable porque la gente compró su entrada y no tiene la culpa. Lo lindo de un accidente es que la gente te llama para decirte que te quiere”.
En los años ‘20, una adivina había leído en la palma de Lamaison el éxito y la longevidad. La profecía se cumplió. Y ella festejaba: “Amo tanto la vida. A la muerte no la tengo prevista”.
Cansada de responder la pregunta de cuál era la fórmula de la juventud, simplificaba: “Ser joven es no aferrarse al pasado. Y yo no me aferro. Cuando uno se cansa es cuando en realidad empieza a morir de a poquito. Al futuro prefiero esperarlo, y respecto a la felicidad, no es un milagro, es una conquista. Yo conocí la tristeza, pero creo que al dolor no se lo debe compartir. Ahí hay que ser valiente. No hay que transferir el dolor a lo demás”.

Clarin
 

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