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Julio Chavez “Tengo un solo espectador al cual debo satisfacer: yo”

El actor y docente asegura que no buscó la popularidad al aceptar trabajar en la tira de El Trece, pero que tampoco se preocupó por evitarla. 

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“Siento que en este trabajo estoy pudiendo hacer ejercicio de mi oficio, intentando mejorarlo un poco”, afirma.
Tal vez el secreto sea la seguridad. Pero no de la manera en que los noticieros televisivos la exponen a diario sino más bien de la confianza que parece tener de sí mismo. Así en la pantalla o en el escenario como en la vida. Julio Chávez abre la puerta de su casa en Palermo, saluda con cordialidad y firmeza, e invita a subir las escaleras. El living que se asoma de a poco es amplio y pulcro. Mientras el fotógrafo ofrece realizar la entrevista para después hacer las fotos, el anfitrión le dice que prefiere hacerlas antes, “así creamos el clima propicio para la nota”. No lo dice mal. Sus palabras no suenan a imposición sino a la sabiduría propia de saberse más liberado de esa forma. Y a la necesidad de expresar siempre su punto de vista. Como en el set de Farsantes (lunes a jueves a las 22.45, por El Trece) o al frente de sus clases de entrenamiento actoral, Chávez asume el control, para luego entregarse con calma y reflexión a una entrevista con Página/12 en la que piensa con cuidado cada palabra que dice acerca del maravilloso oficio de actuar.
–¿Asumir el rol de protagonista le otorga un papel mayor dentro de una obra, o lo suyo es, en realidad, una actitud ante la vida?
–Es una zona muy personal, de cada intérprete. No tengo como finalidad imponer algo. Me he acostumbrado a ponerme al frente de mí mismo. Intento tener esa ocupación. Tengo la impresión de que eso, inevitablemente, construye... Pero no por una voluntad que tenga que ver con que no gobierne nadie que no sea yo. Pero inevitablemente hay algo de esa manera que trasciende al acto individual. De alguna manera, esa forma puede construir parte de los ingredientes de lo cotidiano. Es un tema bien atractivo, porque a veces me doy cuenta de que me siento inhibido de hablar sobre el trabajo en el trabajo. No sólo con los compañeros. Detener la grabación, aunque sea medio minuto, para plantear lo que pensás, es un salto fuerte. Detener la grabación para expresar una idea construye un silencio particular. No se puede crear y al mismo tiempo pretender que se te invite a todos los cumpleaños. Debo elegir: si la bella sensación de fluidez o la decisión de detener la pelota para intentar hacer el ejercicio de articular una mirada sobre una situación. No la de los otros, pero cuando detenés tu pelota también lo hacés en el resto. Intento hacer ese ejercicio en el interior de un buen clima y desde un agradecimiento que siento. Cada vez que entro a un set me pregunto: ¿se puede crear todo este movimiento para que uno pueda expresarse? Tengo un sentido agradecimiento por la posibilidad creativa que me dan. Por eso, si tengo que parar la pelota, la paro.
–Más allá de cómo pueden tomarlo los demás.
–Más allá de que advierto que a veces puede pasar “algo”, que algo se para. Pero como dice Marx Rothko, en la obra que estoy ensayando para el verano: “Pobre el hombre que hoy debe crear en el interior de un mundo que no tiene siquiera una bolsa de silencio”. El silencio que adviene cuando alguien pide parar es un espacio poderoso. Y a veces hay que producirlo.
–¿Cree que toda transformación implica conflicto?
–Sigo entrenando a personas que están interesadas en pasar un tiempo por el problema de la actuación, a los que siempre les digo: “Alguien decide”, “algo decide”. Es como dice Nietzsche: “El universo es un juego de fuerzas que lo que quieren es poder”. Poder en el sentido de poder hacer. Si los médicos tienen ateneos y discuten, si los políticos discuten, si los científicos lo hacen, los publicistas discuten... ¿por qué nosotros, los actores, no podemos discutir? ¿Quién inventó lo de la “gran familia”? Y si es así, ¿qué “familia” es? Yo también puedo decir que toda la humanidad es una gran familia... Padezco, incluso desde antes de ser actor, de la camaradería como algo prioritario.
–¿Cree que la camaradería impostada no resulta estimulante para la creación? En cualquier colectivo, del debate debería salir la mejor opción...
–La mejor o la que pasó... Tampoco sabemos si la que surgió es la mejor. Del vestuario alguien se hace cargo: muy posiblemente el talento de la vestuarista, muy posiblemente la vestuarista y la mirada del director, posiblemente la mirada del actor que es gustoso de cierta ropa y de cierta no, y a veces es simplemente el canje... Alguien o algo deciden. ¿Gana la mejor mirada? No siempre.
–Usted es muy reconocido como docente, además de como actor. ¿Es complejo disociar uno de otro?
–No, para mí es tonto disociar al actor del docente. Nunca me ocuparía en disociarlos. La combinación entre ambos es la devolución del propio ejercicio en cada momento. A veces es bajo mi experiencia, a veces bajo lo que he leído, bajo lo que he visto... Están siempre presentes. Son como soldados que, de acuerdo con la batalla que se presenta ante tu mirada, se decide por cuál va a salir a resolver el problema del ejercicio o la escena. Puede ser el actor, puede ser la experiencia o puede ser el mismo ser humano... No importa quién. Uno da rienda suelta al que en ese momento aparezca como posible colaborador. El problema del actor es que debe sentirse libre y en su eje como cuando está solo pero frente a las cámaras. Y las cámaras restan el 50 por ciento de la inteligencia de entrada. Hay algo que se retrae que hay que recuperar cuando uno se expone. El director y el actor son la misma persona.
–¿Es abierto a la opinión de los colegas y compañeros a la hora de construir la escena?
–No tanto.
–Entonces hay algo de soberbio en el Julio Chávez actor.
–No lo llamaría soberbio.
–¿Seguridad?
–No suelo compartir puntos de vista. Siempre hay un director que se establece y organiza los puntos de vista. Y no soy de preguntar si hay acuerdo. Pero soy de entender que puede no haberlos, e incluso puedo negociarlos. Tengo un gran problema con la democratización de la expresión.
–¿Cuál es?
–Creo que la democratización de la expresión no es un fenómeno que se pueda ejercer a través de la voluntad. Es un fenómeno que acontece, finalmente, por el tipo de trabajo que tenemos. La mirada y el punto de vista no son sólo la opinión que tenés: es también el instrumento que uno tiene para que esa mirada se comunique. Y la posibilidad de explicar por qué pensás lo que pensás. Dar un punto de vista en una escena no es sólo advertir que hay un problema sino también señalar que uno trajo tal herramienta para superarlo. Eso implica ocupación. Y yo me ocupo.
–¿Desde siempre?
–Entiendo así el oficio. No creo que así se deba hacer sino que entiendo hoy que esta máquina que soy viene armada de esta manera, con sus hábitos, virtudes y defectos. Lo que en un momento es una virtud tal vez fue en otro momento una falencia. O viceversa. Necesité entender, buscar aliados que me ayuden a comprender, a poder pensar en el interior de una situación. Pero como hablamos de mundos subjetivos, jamás creo que mi manera de ver es la manera de hacer las cosas. Pero en el momento de tener que hablar acerca de lo que veo, lo digo. El ejercicio constante y diario desde hace 35 años hace que el hablar esté fortalecido.
–¿Se siente un “bicho raro”?
–Soy profundamente pudoroso y si hay algo de lo que no me siento parte es de la familia televisiva. Pero por cholulo reactivo, por vergonzoso, porque estoy profundamente subyugado por las luminarias. En el momento en que tengo que hacer el ejercicio de la expresión, no me importa frente a qué luminaria estoy.
–Usted es un actor reconocido por colegas, el público y directores. En los últimos años, a través de sus papeles televisivos, logró popularidad. Farsantes la amplió. ¿La buscaba? ¿Le intrigaba?
–No. Jamás me he ocupado en buscarla. Jamás me he ocupado en evitarla. He decidido tener ciertos principios, a los que me ocupo. Todo lo que venga pueden ser consecuencias de los actos llevados por mis principios. La popularidad y el prestigio los voy eludiendo, aceptando o comprendiendo... En estos momentos estoy viviendo una gran receptividad, extraña y sorprendente. Por el asunto que cuenta Farsantes, por la edad, por muchos motivos... Farsantes, en el formato de las tiras, es un punto señalable. Pero no como un programa que ha intentado escaparse de la tira sino como un producto de la tira. No profeso la frase “esto no parece una tira”. Prefiero decir “esto también puede ser una tira”.
–Prefiere abrirle puertas creativas a la tira, antes que cerrársela.
–Farsantes es una tira que se permitió contar otro tipo de historias. A mí me advirtieron que no iba a poder acomodarme al formato. Por la cantidad de horas, por la cantidad de escenas, por el desgaste... Pero no vivo esa experiencia.
–¿La disfruta?
–La disfruto de la misma manera que puedo disfrutar otras cosas. O no la disfruto de la misma manera que no puedo disfrutar otras cosas. No por ser una tira me pasa una cosa diferente. Puedo estar muy tomado, obsesivo y cansado, pero no porque es una tira. Me canso porque vivo conmigo y siempre tengo que dar lo mejor de mí. Y eso se paga porque me canso de mí mismo. Cuando veo cómo están trabajadas las escenas, desde todos los aspectos, me doy cuenta de que es un buen producto. Siento que estoy pudiendo hacer un ejercicio de pensamiento en el interior de mi trabajo.
–¿Un ejercicio para sí o que puede estimular el pensamiento de quienes ven la ficción?
–No, no. No tengo patriadas con relación a los otros. Tengo patriadas con relación a mí, y eso a veces construye algo. No tengo anhelo ni talento para eso, pero sí con relación a mí en cuanto al entendimiento de lo que es el ser humano. Me inquieta lo humano. Siento que en este trabajo estoy pudiendo hacer ejercicio de mi oficio, intentando mejorarlo un poco, y al mismo tiempo comunico una mirada y un punto de vista acerca del asunto que me tocó contar. Estoy muy atento de qué se comunica. Sentir que Farsantes prende fuego en otros, que hay adhesión desde lo intelectual, pero también de que hay algo humano, me reconforta. Farsantes construyó una empatía muy fuerte. No soy un galán, no tengo 25 años, no soy una figura convocante, la gente no tiene un contrato establecido conmigo... ni yo tengo un contrato establecido con la gente. Mi único contrato es con mi oficio.
–¿Farsantes cuenta una historia en un momento social propicio?
–Sin lugar a dudas. La homosexualidad está sobre la mesa. Ya no hace falta sacarlo de abajo de la mesa. El matrimonio igualitario, entre otras cosas, lo puso en primer plano. El Día del Orgullo Gay, la Avenida de Mayo se llena de gente. Eso no pasaba hace veinte años. Sin lugar a dudas, hoy es un tema en lo social. Soy un absoluto luchador de que una cosa es que el tema se hable y otra es que por eso deje de ser un problema. Los temas por hablarse no dejan de ser un problema. Si fuera por eso, ya sabemos que nacemos y nos morimos. ¿Cuál debería ser el problema con la muerte, entonces? Es un gran conflicto el nacer, el existir y el morir. No por eso el hombre, una vez que lo entiende, es feliz. Me interesa que Farsantes no critique la dificultad existente para abordar el amor homosexual. El tema ya está y cada ser humano hará el ejercicio en el interior de esa situación. Con eso, ya podemos estar contentos. Pero intentar el convencimiento del no conflicto me parece un acto de una enorme ignorancia.
–El derecho a poder casarse de dos personas del mismo sexo no elimina el conflicto.
–Si la señora Aída ve un casamiento de dos muchachos agarrados de la mano en el Registro Civil, yo puedo entender que la señora se quede impresionada y le cueste comprender esa escena. Lo que me alegra es que Aída, tal vez, no va a bregar tanto para que no exista. Porque algo le estará diciendo, tal vez, eso es, eso pasa. Lo cual no significa que a uno le tiene que gustar. Es. Y a mí me gusta eso.
–La ficción televisiva cumple un rol interesante sobre algunos asuntos.
–Siendo tan advertido por el formato, Farsantes es un triunfo. Bah, triunfo... He visto a gente sacarle el papelito a su figura para que le firme un autógrafo el nuevo... Pero, hoy por hoy, en mi oficio y mi hacer como ciudadano, me siento muy contento de lo que se está pudiendo hacer. ¡Que las mujeres estén erotizadas por una historia de amor de esta naturaleza es una buena señal! Tiene que ver con cómo está contada y quiénes la cuentan. Farsantes no acentúa ningún tipo de rulo ni aspecto del dibujo. La historia cuenta algo directo y personal, que trasciende el afecto y lo genérico, al punto de que no se pueda diferenciar de lo que es una mirada amorosa de cualquiera hacia cualquiera. Y eso produce atracción e incomodidad, que no es una fea cosa en nuestro trabajo.
–Al contrario, despabila conciencias.
–Un muchacho me decía hace un tiempo que su papá, mayor, no veía telenovelas, pero que estaba loco con Farsantes. Y lo que quiere, me decía, es que nuestros personajes peleáramos por su amor. Es precioso que un cuentito trascienda la ideología del otro. No para que la cambie. Yo no creo en grandes cambios sino en los pequeños movimientos. Y si Farsantes provoca un pequeño movimiento, sea en lo ideológico, en el entendimiento o en lo productivo, es maravilloso. Pero no para que a partir de ahora todo se haga al estilo de Farsantes sino para decirnos a nosotros mismos que las cosas se pueden mover. No hay que condenar a los espacios de los malos ejercicios de nuestra libertad. Pero no me interesa, para nada, Farsantes como una demostración colonialista de una cierta expresión.
–Pero como actor, como arte de una obra en construcción, ¿es mayor la satisfacción cuando además de conmover lo individual puede mover otra cosa en lo social?

–Lo puedo advertir, son consecuencias que se agradecen, pero no forman parte de mi necesidad. La conquista es con relación a mí. Y tal vez eso puede producir algo. Pero no me interesa conquistar. No tengo el afán de conquistar a los otros. No invito a los otros al bosque; me meto yo en el bosque y hago una experiencia. Y tal vez eso puede producir alguna invitación o algo. Pero no soy caudillo de lo social, no tengo ese espíritu. Tengo un espectador al cual debo satisfacer: yo. No quiero lograr que la gente piense como yo. Me conformo con que les haya generado algo. Pero no me ocupo de invitarlas a fiesta alguna.

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