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Mercedes Morán: "Yo no soy la más feliz del condado"

 La actriz de “El hombre de tu vida” mañana estrena “Buena gente”, con Gustavo Garzón. Aquí, habla de su tenacidad para buscar la alegría, sus miedos, sus creencias y su oficio.







Me gustan los personajes de antihéroes, porque, a mí, encarnarlos me humaniza y a los espectadores, que sienten empatía o piedad por ellos, los vuelve mejores personas”, dice Mercedes Morán, que será Margarita, el personaje central de Buena gente , la obra que mañana estrena en el teatro Liceo.
Margarita vive en un barrio humilde, tiene grandes problemas económicos, se queda sin trabajo, y busca una salida en el pasado: recurre a Juan (Gustavo Garzón), su novio de la adolescencia, que dejó el barrio, fue a la universidad y se recibió de médico. “Ella tiene heridas sin cerrar; él, la culpa de haber podido zafar -explica Morán-. Es una historia de amor y de desencuentro de personajes que son gente con buenas intenciones, pero todos equivocados. La vida de ella está signada por una decisión que tomó a los 17 años, y con la que todavía carga”.
A diferencia de su personaje, a Morán se la ve sólidamente instalada en el presente. Tanto, que según ha declarado en varias ocasiones, ni siquiera se plantea el recurso de la cirugía estética como intento de ocultar el paso del tiempo en el aspecto físico.
¿Cómo aprendiste a aceptar con serenidad el paso de los años? No, yo no tengo nada aprendido. Cuando me miro al espejo, no siempre me gusto. O peor, casi nunca me gusto. Pero me asusta más ver una cara que no parezca mía que ver cómo los años se instalan en mi cara y mi cuerpo, y cómo van dejando sus huellas. Cuando pensamos en el paso del tiempo, la primera lectura que hacemos es estética, pero creo que lo que nos asusta profundamente es que el paso del tiempo nos conecta con el hecho de acercarnos a la muerte. Y eso también es una lucha estéril, porque la cercanía o lejanía de la muerte no la marca tu aspecto.
¿Y qué se hace frente a eso? Yo creo, como Woody Allen, que todo lo que hacemos en la vida, desde filmar una película a formar una familia, lo hacemos para entretenernos y no pensar en la muerte; para distraernos. Pero es difícil... El mayor riesgo es perder el sentido: decir “¿para qué hago todo esto si...?”. Pero quiero creer que el paso del tiempo no sólo es proveedor de arrugas sino que también aporta sabiduría, experiencia. Me parece que tanto en la primera infancia como cuando ya sos mayor, empieza a aparecer algo que tiene que ver con la sabiduría. Ese algo es una actitud, una manera de vivir sin tanta pretensión.
¿Sentís la tentación de transmitirles esa sabiduría a tus hijas? La tentación de querer transmitirles algo que les evite cualquier sufrimiento es imposible de corregir. Pero estoy convencida de que estas cosas son intransferibles, que lo único que puede imprimirse un poco en la vida de nuestros hijos es la actitud que uno tiene para con su propia vida. Yo, sinceramente, no recuerdo qué consejos me dieron mis viejos, pero la referencia que tomo de ellos es lo han hecho con sus vidas.
¿Tus papás viven? Sí, los dos.
¿Qué admirás de ellos? Antes que nada, la longevidad que tienen: mi papá cumplió 97 años. Admiro su empecinamiento por hacer de su vida algo que sirva.
Tu papá militó en política...
Sí, fue diputado cuando yo era muy chica. Ahora, está tranquilo, satisfecho con lo que hizo. Eso es un capital enorme. Yo vi a mis padres procurándose las cosas que creían que les iban a dar satisfacción, y equivocándose muy poco en ese sentido. Eso es importante, porque uno puede pasar toda su vida procurándose algo que cree que le va a dar satisfacción, y enterase, después, de que eso no era portador de felicidad.
¿Qué buscaban tus padres? Creo que buscaban estar tranquilos con su conciencia. Cada uno a su manera: mi madre, desde una moral más religiosa; y mi padre, desde el ateísmo.
¿Tu mamá te transmitió su fe? Sí, yo tuve fe religiosa durante un tiempo. Ahora ya no me considero una persona religiosa sino espiritual: no creo en las instituciones que se apropian de una creencia y convocan fieles, pero estoy convencida de que no somos sólo lo que vemos. Siento, de manera bien concreta, que hay algo que me acompaña, que me guía, que me ilumina. Lo percibo claramente, y también percibo el estado de soledad, pese a estar acompañadísima. Esta contradicción la he percibido siempre. A los 10 años, mi educación católica me hacía darle un nombre. Después, pasé por todas las instancias: fui agnóstica, atea... Mis hijas mayores dan cuenta de todas mis etapas, porque yo iba respondiendo a sus preguntas según lo que creía en cada momento. Yo fui cambiando. Hay gente que se siente orgullosa de pensar lo mismo hoy que hace 25 años. Para mí, la vida es cambio. Yo me siento orgullosa de haber cambiado conceptos y derribado prejuicios.
¿Cómo lograste revisar tus conceptos y cambiarlos? Lo que me ayuda es no abandonar la búsqueda de la felicidad, de la alegría. Yo, como todas las personas, tengo mucho miedo a las enfermedades. Mucho. Y últimamente, más. Y soy una convencida de que la enfermedad está ligada a la infelicidad. Entonces, he buscado incansablemente sentirme bien. No tengo capacidad para padecer mucho. Entonces, cuando me siento triste o insatisfecha, me obligo a pensar. Y nunca pienso en términos de victimización ni de culpa, sino en términos de responsabilidad, porque creo que somos responsables de los estados de ánimo que tenemos.
¿La felicidad es un destino o algo que podemos buscar? Yo creo que la felicidad se revela a partir de la actitud que uno tiene. A todas nos pasa que hay días en los que no sucede nada diferente de lo que suele ocurrir, y estamos bien, mientras que otros días, pasa exactamente lo mismo, y nos sentimos mal. Todo depende de una manera de mirar. Y yo, que digo esto, no estoy exenta de nada: paso días horribles, pierdo el sentido... Pero así y todo, lo que puedo reconocer en mí es una búsqueda incansable del bienestar.
¿Podrías ser feliz si no trabajaras como actriz? Absolutamente. Hay, por lo menos, seis o siete cosas que podría hacer con felicitad: jardinería, escribir, decorar casas, poner una veterinaria, trabajar en producción o en vestuario o hacer casting... En realidad, cuando ves gente que está contenta con lo que hace, te das cuenta de que no es la tarea lo que les da felicidad, que el entusiasmo sale de otro lado. En el lugar donde están internados mis padres, veo enfermeros cuya tarea es muy dura, pero algunos la padecen, y otros, no. Se trata de hacer algo que te permita encontrar el sentido de las cosas y olvidar lo que te asusta; algo que te entretenga. Hay profesiones que son maravillosas en el ideal de la gente, y en las que, sin embargo, hay muchos que llevan vidas muy desgraciadas. Yo no soy la más feliz del condado, yo peleo mucho con la pérdida del sentido, con la nostalgia, con el miedo. Pero en los momentos en los que llego a estar contenta, tengo muy claro que esa felicidad no tiene que ver con el éxito ni con lo material ni con ejercer determinada profesión.
Roxy, de “Gasoleros”, fue el personaje que te lanzó a la popularidad. ¿Temiste quedar pegada a ella? ¿Terminaste odiándola? Odiándola, no. Pero siempre me preocupó quedar pegada a ella, e hice determinadas estrategias para no correr ese riesgo. Así, cuando terminé de interpretar ese personaje, en vez de trabajar en la tira del año siguiente, me fui a Salta, a filmar La ciénaga , con Lucrecia Martel, que no era la cineasta que es hoy sino una directora que afrontaba su opera prima.

(Clarin)

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