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Carlos Sorín "Vivimos una violencia de dictadura"

El director asegura que la sociedad actual tiene actitudes trogloditas, latentes desde los años de plomo. Sostiene que si no tuviera su apellido sería difícil que el INCAA le diera un subsidio.
                  "Vivimos una violencia de dictadura"





Carlos Sorín sostiene que su nombre “no es un nombre que comercialmente signifique algo”. Aun así, su cine (“mi trabajo, de lo que como”), cuyo mayor hito de público se dio en 2002 con Historias mínimas, ha sabido cultivar, precisamente, esas historias mínimas que hoy caracterizan a su nombre. Incluso aunque él sostenga que ese tipo de relatos se deben solamente a que “no sé me ocurren otras historias. Mis películas tienen que ver más con los cuentos que con novelas. Fíjate que hasta me cuesta llegar a los 90 minutos”, dice Sorín y agrega que su cine “es más bien clásico, que no apela a un look moderno, y, en general, es austero. Quiero lograr más con menos”.  Pero diez años después, y frente al estreno de Días de pesca, su nuevo film “mínimo” que ya pasó por el Festival de Toronto y el de San Sebastián, Sorín sabe que “Historias mínimas metió 200 mil espectadores. Cosa que hoy no pasaría, ni va a pasar. Eso seguro. Yo creo que cambió la oferta, al cambiar la oferta, distinta es la demanda”. Y más, si bien “el INCAA es una gran ayuda, que te permite al menos no salir perdiendo comercialmente, y sin ella el cine no sería posible”, el realizador asegura que “si yo no fuese Sorín, y presentará mis guiones a evaluar en el INCAA para obtener un subsidio, es muy probable que no salgan. Y eso no lo podés evaluar si es una ópera prima. Y de repente, quizás, le estás sacando la posibilidad a alguien que tiene talento. Si mando mis guiones anónimos, no sé si pasan”.
La historia que Sorín cuenta en Días de pesca, sobre un porteño ex alcohólico (Alejandro Awada) que recorre un pueblito de la Patagonia argentina con el doble objetivo de pescar tiburones y de reencontrarse con su hija, “surgió un poquito después de Historias mínimas. Una de las versiones, la iba a hacer con Gino Renni de protagonista”. Y la elección de Awada fue rápida: “Mi hijo, que hace la música de mis películas, me trajo el tráiler de Verdades verdaderas, ahí lo veo a Awada y a los diez minutos estaba hablando con él”.
Sorín, al hablar de su cine “mínimo”, que en este film es retomado después del ejercicio de género de El gato desaparece, reniega un poco de ese título: “Son mínimas desde el punto de vista minimalista. No tienen la acción clásica del cine, las cosas pasan por adentro en ese sentido. Una película si está lograda, sea grande o chica, funciona como película”. Como director, se siente “mejor que nunca. Por empezar, manejo un oficio. Puedo filmar y se cómo lo voy a editar. Sé a dónde voy. Eso te permite avanzar sobre la temática que quieras. Pero el oficio tiene el riesgo de lo convencional”. ¿Qué pasa cuando esa convención es acusada de comodidad por la crítica? “Tengo dos libros. En esos casos, cuando la crítica me pega, los ojeo nuevamente. Uno es un compendio de las críticas al impresionismo. Y los mataban. Y todos esos pintores son ahora los grandes maestros. Y otro es una historia de la crítica musical. Son críticas que van desde la Novena Sinfonía hasta no sé... Es una mirada un poco perversa la mía pero me sirve”.
Dueño de un cine humanista, ¿cómo ve Sorín este instante del país post 8N? “Vos entrás a las cartas de lectores de los medios, y se ve la violencia que hay. Una violencia troglodita. Algo latente, que viene de lejos. Que quizás ahora se manifiesta más. ¿Será nuestro ciclo así?” Y sigue: “Pero ojo, creo que eso viene de lejos, somos una sociedad violenta. Yo creo que no vanamente vivimos lo que vivimos en la dictadura militar. Y es una violencia que de alguna forma sigue existiendo. Está latente. Es el emergente de una sociedad donde hay cosas sin resolver”.

El panorama actual
Al reflexionar sobre el cine argentino, Carlos Sorín sostiene: “Creo que el cine argentino es muy variado. Fui a cenar con la programadora de Toronto y ella me decía que es una cosa milagrosa directamente: es más variado, en miradas, en poéticas, que otros cines latinoamericanos. Por año tenemos ocho filmes interesantes, pero por esos ocho tenemos ochenta más que no funcionan. Pero eso no importa. Tiene que haber oportunidades para los directores”. Lo que Sorín, cinéfilo de kilometraje amplio, no ve en el cine argentino de hoy, y tampoco en el internacional es “la ausencia de objetivos grupales, de un movimiento. O varios. No hay esas vanguardias de los 60 y 70. No hay esos grupos”. Sobre su estilo, sabe las trampas que puede encerrar: “Será que porque más o menos se me reconoce por estas películas me ato también a ellas. Aun así, cada película tiene que ser un desafío y encontrar algo nuevo. Tampoco voy a hacer otra cosa por ser especulativo a la inversa. El único terreno firme que encuentro cuando arranco un proyecto es pensar de qué hablo. Eso me da firmeza. Las relaciones padre-hijo en este caso. No lo pienso para la película, son temas que me importan de por sí”.

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